El término pecado original, no aparece en la Biblia, sino que surgió de San Agustín de Hipona en el siglo IV. La noción de pecado original está estrechamente vinculada a la teología de la salvación, y ha dado lugar a numerosos debates e interpretaciones.
Esta noción se basa en la historia bíblica de Adán y Eva, los primeros seres humanos que fueron expulsados del Paraíso luego de desobedecer a Dios y comer del fruto prohibido del árbol del conocimiento. Esta caída del hombre y la mujer, que los alejó de la presencia de Dios, puede ser una explicación del origen del mal, pues desde entonces, la humanidad carga con el peso de esta herida. ¿Alguna vez te has preguntado qué es el pecado original y cuáles son sus consecuencias para nosotros? ¿Te gustaría saber cómo podemos liberarnos de él?
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La historia de Adán y Eva nos muestra, entre otras cosas, que en un principio la belleza y la bondad reinaban sobre este mundo, ya que Dios creó a Adán y Eva para que vivieran en el Jardín del Edén y lo disfrutaran plenamente. Ellos tenían derecho a todo, excepto a comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. De hecho, el Señor les había prohibido comerlo para evitarles la muerte: “Y le dio esta orden: «Puedes comer de todos los árboles que hay en el jardín, exceptuando únicamente el árbol del conocimiento del bien y del mal. De él no deberás comer, porque el día que lo hagas quedarás sujeto a la muerte»” (Génesis 2:16-17).
Desde el momento en que Adán y Eva, tentados por la serpiente, comieron de este fruto, sus ojos fueron abiertos y se dieron cuenta de su "desnudez", por lo que sintieron vergüenza y quedaron a merced de la traición y la división (llegando a inculparse mutuamente). A decir verdad, su desobediencia les impedía permanecer en el jardín de Dios y los alejó totalmente de la presencia del Señor. Esta primera falta contra Dios se llamó pecado original y la humanidad tuvo que cargar su peso hasta que Cristo vino a liberarnos de ella.
El pecado original es, antes que nada, una herida, pues marca la ruptura con Dios que causó un daño muy profundo en la naturaleza humana.
De hecho, este pecado es el resultado de la distancia que el hombre decidió tomar respecto a Dios: su desconfianza en Dios, la tentación de renunciar a su presencia y de querer actuar con sus propias fuerzas, llevó al hombre a negar su dependencia del Señor. Este pecado original, que nos hace sufrir a todos, radica en el apartamiento de Dios, nuestra única fuente de vida.
Cuando San Agustín habló de pecado original, no se refirió simplemente al origen o nacimiento del mal, sino a un pecado que afecta la naturaleza original del hombre, lo cual es común a todos nosotros. Y, en efecto, ninguno de nosotros está excento de caer en el orgullo, pues la herida del pecado de Adán y Eva no es solo una herida de dos personas, sino de toda la humanidad.
Esta noción de pecado original nos hace pecadores. Afortunadamente, para nosotros los cristianos, la gracia del bautismo nos limpia y nos libera de este pecado arraigado en nuestra naturaleza humana: sabemos que cuando una persona se bautiza, inmediatamente es limpiada del pecado y de sus faltas (pasadas o futuras) durante el bautismo, y se restablece la relación entre el hombre y su creador. Por lo tanto, cuando recibimos nuevamente a Dios, por medio del Espíritu y reconocemos que somos sus hijos, enseguida se sana esta ruptura o separación original.
Apenas comieron el fruto, Adán y Eva se escondieron de Dios, pues tuvieron miedo. No obstante, recordemos que El Señor, lleno de infinito amor y paciencia, nos tiende la mano, para que nos reconciliemos con Él, volvamos al Padre y haya restauración y sanidad, sin importar nuestros pecados. Todo esto lo hace mientras nos deja la libertad de aceptarlo o no.
Tengamos presente que, todas las heridas de nuestra alma pueden ser curadas si dejamos que Dios nos mire con su mirada de amor que libera y salva.
Cuando el hombre decidió prescindir de Dios -comiendo del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal- inmediatamente se separó o desprendió de su presencia, pero Él en su infinita misericordia permitió que Jesús se hiciera hombre, muriera por nuestros pecados y nos diera la posibilidad de recuperar la semejanza con Dios y tener vida eterna: “En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo” (1 Corintios 15:22).